Lidis Bonilla
El gesto de la Guardia Estatal de Tamaulipas, al reconocer a niñas y niños con cáncer como “policías por un día” en Altamira, nos recuerda algo esencial: detrás de cada uniforme prestado, cada recorrido en patrulla y cada sonrisa de los menores, existe una lucha diaria contra una enfermedad que no debería ser enfrentada en soledad ni con carencias institucionales.
México registra cada año más de cinco mil nuevos casos de cáncer infantil, de acuerdo con cifras de la Secretaría de Salud. Es la principal causa de muerte por enfermedad en menores de entre 5 y 14 años, un dato que debería obligarnos a mirar más allá de los homenajes simbólicos y preguntarnos qué tan sólido es el sistema de atención para estos pacientes.
Las historias, como la de Ricardo Antonio Guerrero —joven estudiante de Tampico que ha enfrentado múltiples diagnósticos y continúa con sus estudios mientras sigue en tratamiento— muestran tanto la resiliencia de los pacientes como las dificultades estructurales: largos traslados a hospitales especializados, falta de medicamentos en determinados momentos, y la carga económica y emocional que recae en las familias.
Si bien iniciativas de la sociedad civil, como fundaciones que acompañan a las familias en su proceso, y gestos de reconocimiento por parte de instituciones públicas aportan ánimo, la pregunta de fondo persiste: ¿cuánto se ha invertido realmente en la detección temprana, la infraestructura hospitalaria pediátrica y la continuidad de los tratamientos oncológicos?
La atención al cáncer infantil en México no puede reducirse a campañas de visibilización cada septiembre. Se trata de garantizar que cada niña y niño diagnosticado tenga acceso a diagnósticos oportunos, terapias efectivas y acompañamiento integral, sin importar su lugar de origen ni su condición económica.
Recordemos que la esperanza también se construye con políticas públicas firmes y presupuestos responsables. Los homenajes simbólicos tienen valor, pero deben estar acompañados por compromisos reales: más médicos capacitados, hospitales equipados y un sistema que no falle cuando más se le necesita.
Porque detrás de cada niño con uniforme prestado hay un futuro que depende de algo más que un acto de reconocimiento: depende de la capacidad del Estado para proteger la vida y la salud de su niñez.