Aunque se anunció una inversión de 2.7 millones de pesos con participación estatal, el alcalde eludió detalles técnicos y financieros. Cuando se le preguntó por el precio de comercialización de la sal tras el lavado, respondió con ligereza: “No nos dieron el dato… como que es un secreto de economía”.
Por: Lidia Bonilla / RealidadesMx
ALTAMIRA, TAMAULIPAS. — Bajo un sol que mezcló ceremonia y propaganda, el alcalde Armando Martínez Manríquez encabezó el arranque de la llamada “lavadora de sal” en la Congregación Lomas del Real, presentándola como un acto de justicia social hacia las familias salineras. Sin embargo, su discurso, entre paternalista y autocelebratorio, retrata más una lógica de favor político que de rendición de cuentas pública.
“En Altamira nadie se queda atrás”, repitió el edil frente a los productores, mientras los invitaba a “contar juntos” antes de tomarse la foto del recuerdo. El tono, casi paternal, buscó más generar simpatía que responder con claridad a los cuestionamientos sobre costos, impacto económico o mecanismos de operación de la planta.

Aunque se anunció una inversión de 2.7 millones de pesos con participación estatal, el alcalde eludió detalles técnicos y financieros. Cuando se le preguntó por el precio de comercialización de la sal tras el lavado, respondió con ligereza: “No nos dieron el dato… como que es un secreto de economía”.
Mientras el municipio celebra “una obra largamente acariciada”, los testimonios de los cooperativistas reflejan otra realidad: maquinaria desgastada, pérdidas por lluvias, falta de transporte y años de crisis económica. “Nos hace falta equipo, camiones, retro… hemos tenido bajas, pero primeramente Dios con el apoyo del gobierno municipal vamos saliendo”, expresó Luis Enrique Yáñez Obregón, presidente de la cooperativa.
El contraste es claro: mientras el discurso oficial viste la obra de épica local, los productores apenas sobreviven entre la incertidumbre y la fe. La lavadora de sal simboliza entonces no solo una infraestructura, sino la narrativa política de la dádiva: el gobierno que “da”, la comunidad que “agradece”.
En Altamira, la transformación se anuncia con aplausos, pero el progreso real sigue dependiendo —como la cosecha de sal— de que no llueva demasiado.


